La señora Mike by Nancy Freedman & Benedict Freedman

La señora Mike by Nancy Freedman & Benedict Freedman

autor:Nancy Freedman & Benedict Freedman
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántico
publicado: 2015-07-31T22:00:00+00:00


Desde mi llegada quería preguntárselo a Sarah, pero se hallaba demasiado ocupada alimentándome y presentándome a los huéspedes.

—Esta ser la madre de Timmy, la señora Beauclaire. La señora Constance Beauclaire y el señor Georges Beauclaire, su esposo. Madeleine y Barbette ser sus hijas y la nena… desde luego, la nena ser de usted —concluyó gravemente Sarah.

Georges Beauclaire se retorció el mostacho, gruñó algo, me estrechó la mano y partió, claramente aliviado por la oportunidad de reunirse con los hombres fuera. Era un hombre pesado, ancho de hombros, rudo y desmañado en sus movimientos y, sin embargo, con cierto aspecto bonachón de oso grande que casi me hizo reír. A su lado, Constance Beauclaire parecía delicada, como una sombra y casi tan joven como sus hijas. En su forma de caminar y sus actitudes había una gracia exótica y sus suaves ojos tenían ese velado y preocupado aire de las personas que viven en el pasado. Cuando partió su esposo, acercó una silla y tomó silenciosamente mi mano. La luz le daba más en el rostro y vi la fuerza y el carácter que antes no notara. Una boca pequeña y orgullosa, una fina nariz recta, muy rara en el norte como la corona de una princesa, y unos ojos profundos y acariciadores de un azul sobrenatural. Era el azul de alhucema que ilumina un lago por un instante después que se ha puesto el sol. No era la mujer para un cazador.

—Katherine Mary —repitió suavemente mi nombre y este sonó extraño y elegante en su fluida habla francesa—, hubiera querido encontrarla diez, veinte años atrás. Espero que nunca llegue a comprender lo que es ser la mujer blanca, la única mujer blanca.

Constance sonrió con algo que era la sombra de una sonrisa:

—Debe contarme algo sobre Winnipeg, Montreal y Boston. No mucho, lo que pueda recordar. No son las ciudades que conozco, pero lo mismo será…

—Mi madre vive en Boston —dije—. Usted se le parece mucho.

Sarah se inclinó sobre mí con otro tazón de sopa en sus flacas manos.

—¿Linda fiesta? —preguntó.

—Sí —dije—, la mejor de todas.

El sol llegaba al ocaso y sus rayos se esparcían por la habitación, haciendo esplender el polvo. Casi en sueños hablé a Constance; a Sarah y a su marido, el tímido y silencioso Louis Carpentier; a los hermanos McTavish; al viejo irlandés Bill con sus largos cabellos y sus ojos de trasgo —«el mejor matemático del Canadá», dijo Constance—; y a Madeleine, que acunaba a mi hija y reprendía a Barbette, que también quería jugar con ella, y a Mike, de pie tras mi silla, sonriendo a todos. Cuando se hubieron marchado, fui hasta la ventana y contemplé mi jardín encantado, con sus hileras de flores nunca vistas en jardín alguno.

—Ha sido hermoso —murmuré a Mike—. Todos fueron tan buenos; hasta el pobre Baldy en su jaula. Y nunca agradeceré lo suficiente a quien plantó este jardín. Mike, ¿quién lo hizo?

Mike parecía incómodo.

—Dicen que fue la señora Marlin. No vino esta noche. No está… muy bien.



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